Luis Aragonés formaba
parte de ese puñado de madrileños en cuyo DNI figura Hortaleza como lugar de
nacimiento. Todos ellos vinieron al mundo antes de 1949, año de anexión a la
ciudad de Madrid, en un parto que solía producirse en el hogar familiar, al que
ayudaban las vecinas o Don Agustín, el médico del pueblo.
Nació en una casa que poseían sus padres, Hipólito y
Generosa, en el numero 9 de la calle de La Juventud de 1931, el nombre republicano de
la calle de la Taberna, hoy conocida como calle Mar Cantábrico. La vivienda
tenía un zaguán con un portalón de madera por el que entraban a las cuadras un
par de yuntas (una de bueyes y otra de
mulas) que tenían para cultivar El
Artesón, una tierra conocida por
tener enclavado un nido de ametralladoras.
Y es que Luis nació en 1938 en un pueblo completamente
transformado por la guerra. La tranquila villa agrícola era entonces un
hormiguero humano: los conventos y quintas, convertidos en cuarteles, no eran suficientes
para alojar a las tropas, y en cada casa particular se aposentaron soldados,
oficiales y caballerías; también se habilitaron lugares para acoger a los
numerosos refugiados procedentes de Móstoles, Alcorcón, Torrijos, Novés y de otros pueblos de Madrid y Toledo. El
trasiego de personas, animales y vehículos solo se detenía cuando sonaban las
sirenas antiaéreas avisando de la aproximación de las “pavas”. Entonces todos
corrían a los refugios. Uno de ellos se encontraba a escasos 90 pasos de la
casa de los Aragonés, donde hoy está la oficina de correos. En este ambiente bélico
transcurrió el primer año de vida de Luis; luego vinieron la represión y las
penurias de la posguerra, y su familia se distinguió en esos difíciles momentos
por su solidaridad. Todavía recuerdan
algunos “cuánta hambre quitó la señora
Generosa”
Luis fue, algún año, a la escuela de La Humanitaria en
Hortaleza, pero continuó sus estudios en un colegio de pago de la Ciudad
Lineal. El tiempo libre lo pasaba como los
demás chicos: ayudando a sus padres en el trabajo, correteando por el lavadero
viejo o escapándose a la Laguna de Valdebebas a ver pescar anguilas.
Desde muy pequeño comenzó a jugar fútbol. De aquella época le
viene el mote de El Plomos, pues era
tan larguirucho que sus amigos bromeaban con ponerle plomo en los bolsillos
para que no le tumbase el aire.
Muy pronto falleció su padre y tuvo que hacerse cargo, como
todos sus hermanos, de los negocios familiares. Conducía la vieja camioneta de
Poli, una Ford con una matrícula de dos
números que fue la primera de los alrededores. También trabajaba cortando
ladrillos en un rejal que tenían en la calle de Mar de Kara; allí acudían sus
amigos para ayudarle a terminar la faena y salir pitando a los bailes con
orquesta de la Ciudad Lineal. El Chuletín, La Geltrú, o La Charca, eran los
sitios donde movían el esqueleto al son de sambas, boleros y pasodobles. Luis,
que era muy buen bailarín, montaba el numero en la pista bailando el twis con
mi tío Federe de pareja.
Jugaba al fútbol en el Club Pinar cuando se fijaron en
él Ángel Ramos, un carnicero del pueblo, y un tal Sacristán, profesor de
gimnasia en la academia de Policía Armada, estos dos hombres fueron sus
mentores y los que impulsaron la carrera futbolística de este hortaleceño que
figurará para siempre en la historia del deporte español.
2 comentarios:
Hola Juan Carlos. Magnífico el relato y las fotos. Como se nota que conoces tu pueblo, si señor.
Saludos
Muy buen artículo ¡¡ Enhorabuena ¡¡ Una curiosidad, donde estaba exactamente el Bar Pinar?
Gracias
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